sábado, 28 de septiembre de 2019

Literatura africana/ 9 - Escritoras africanas/ 4 - Fragmento de Nubes de lluvia - Bessie Head - Sudáfrica


La pequeña aldea barolong se extendía hasta la valla de la frontera. Una de las chozas estaba construida tan cerca que una parte de la pared circular rozaba la alambrada. En el interior de esta choza había un hombre que llevaba allí sentado desde el amanecer. Estaba esperando a que se hiciera de noche, momento en el que intentaría cruzar el tramo de aproximadamente un kilómetro de tierra de nadie que lo separaba de la valla fronteriza de Botsuana y acceder así al espejismo de libertad que había al otro lado.
Corría el mes de junio, era invierno y hacía un frío lacerante, y las piernas del hombre eran demasiado largas como para permitirle pasearse por el reducido interior de la choza. Cada media hora, el furgón patrulla de la policía fronteriza sudafricana pasaba a toda velocidad acompañado del lamento de la sirena, lo que le provocaba una sensación incómoda en el estómago. Si sigo así, pronto tendré dolor de estómago, pensó. Los nervios tampoco los tenía muy allá, ya que se le alteraban con facilidad debido a las contrariedades de la vida. De hecho, su fuero interno era un revoltijo caótico, oculto en gran parte por una fachada de serenidad y de una solitaria autosuficiencia. La única forma de notar dicha discordia interior era el gesto que hacía al apartar ligeramente el rostro, como si nadie pudiese llegar a ser su amigo o siquiera alguien digno de su confianza. Exceptuando este detalle, su semblante era bastante agradable. A menudo lucía una expresión irónica. Su rictus habitual era el de una persona absorta y concentrada. Los pómulos, finos, alargados y bajos, lo identificaban como un miembro de la tribu xhosa o de la zulú.

Cerca de mediodía, cuando hubo un momento de sosiego de aquel lamento de las sirenas, el anciano propietario de la choza abrió la puerta y dejó entrar un haz de luz. Llevaba en las manos un cuenco humeante de gachas espesas. El hombre, para entonces, tenía ya un terrible dolor de estómago y la visión de la comida, en principio, no le agradó.

—¿Cómo estás, joven? —preguntó el anciano.
—Estoy bien —mintió el hombre. No le parecía digno admitir que tenía problemas de estómago.
—Te he traído un poco de comida —dijo el anciano.
—Gracias —respondió el hombre—. Pero ¿sería posible salir un rato y estirar las piernas?
Necesitaba deshacer los nudos dolorosos que sentía en el estómago.
—No es seguro —aseveró el anciano—. No puedo garantizar que no haya algún espía. Si te cogen aquí, esto dejará de ser seguro para los que vengan después. Y yo también iría a la cárcel.

El joven estaba doblado sobre la banqueta tallada en la que estaba sentado y el anciano pensó que quizá tuviese frío.

—¿Por qué no tomas un trago de brandy? —preguntó en tono comprensivo—. Conozco un sitio aquí cerca, puedo pedir que me traigan un poco. 

El hombre levantó la cabeza, aliviado, y asintió. Sacó un billete de una libra y se lo dio al anciano. Este sonrió. Aún no había coincidido con un solo fugitivo que no necesitara un trago. Además, con un poco de brandy en el cuerpo pronto se arrancaban a hablar y a él le gustaba escuchar todo tipo de historias. Las almacenaba hasta el día en que pudiera tener la libertad de sorprender a toda la aldea con su vasto acerbo de información acerca de los fugitivos. Cerró la puerta y se alejó arrastrando los pies. Se oía un murmullo de voces de mujeres y también música y canciones. Un niño rompió a llorar con fuerza. Los hombres se reían, y el hombre de la choza se sorprendió por un momento de que una aldea entera pudiera vivir con el lamento de unas sirenas que tantos nudos le habían formado a él en el estómago. Pronto, el anciano volvió arrastrando los pies de nuevo. Ahora que el alivio estaba al alcance de su mano, se fijó en cómo, una vez que el anciano abrió la puerta, las motas de polvo del suelo de tierra se levantaban, brillaban y bailaban a la luz del sol. No había traído solo el brandy, sino también otro cuenco de comida para él. 

A aquel joven en la penumbra le gustó que el anciano no cerrara la puerta, porque en cuanto hubo dado unos cuantos tragos cautelosos de la botella, pudo distinguir con claridad el patrón de la danza entrecruzada y leve del polvo iluminado por el sol. El ritmo lento y casi apasionante le aflojó los nudos del estómago y, casi inconscientemente, sonrió para sí al percibir el repentino y cálido destello de alivio que se expandió por su abdomen. Al notarlo, el anciano dijo:

—Dime, joven, ¿cómo te llamas?
—Makhaya —contestó el hombre.

El anciano abrió los ojos de par en par, perplejo. Ni el sonido ni el significado del nombre le eran familiares. Las tribus que dominaban el norte del Transvaal hablaban tsuana.

—No conozco el nombre —declaró el anciano, sacudiendo la cabeza.
—Es zulú —dijo el joven—. Soy zulú. 

Y profirió una risa sarcástica al pensar en que acababa de definirse como zulú.

—Pero hablas tsuana con fluidez —insistió el anciano.

El joven, ya bastante ebrio, habló con ligereza.

—Sí, los zulús somos así. Desde los días de Shaka, asumimos que el mundo entero nos pertenece; por eso nos preocupamos por aprender las lenguas de todos los hombres. Pero una cosa, anciano, a mí no me importan las cuestiones tribales. A mis padres sí, por eso me endosaron este nombre tan ridículo. Por qué no me llamarían Samuel o Johnson, si yo no sigo las tradiciones tribales.

—¡Jo! —exclamó el anciano, usando una expresión tsuana que denotaba sorpresa—. ¿Y qué tiene de malo la tribu?
—Podría pasarte toda una lista de quejas. Ahora no tengo tiempo para detenerme a exponerlas…

Hizo una pausa, intentando recopilar sus pensamientos entre la bruma de brandy que le nublaba ya el cerebro

—. Makhaya —dijo—. Ese nombre tribal no me pega. Le vendría bien a alguien que se quedara en su país, pero me lo pusieron a mí y aún no he tenido un día de paz y satisfacción en toda mi vida.
—Eso es por la educación —declaró el anciano, asintiendo con gesto sabio—. No deberían haberte dado ninguna educación. Quita esa pizca de educación y serás lo suficientemente feliz como para pedirle a tu madre que te busque una muchacha de la tribu y que os deje labrar la tierra. La educación es lo único que aleja a un hombre de su tribu. 

La conversación amenazaba con derivar hacia una gran digresión sin sentido. Como buen relator de historias que era, el anciano la recondujo a los asuntos que importaban en aquel momento. ¿Por qué estaba allí el joven? ¿De qué huía? ¿Una pena de cárcel, quizá? El joven lo miró con suspicacia.

—Acabo de salir de la cárcel —dijo. 

Cerró la botella de brandy y cogió el cuenco de gachas. Entonces, la ansiedad pareció asaltarlo de nuevo, porque volvió a dejar el cuenco, rebuscó algo en el bolsillo interior del abrigo y sacó un trozo de papel. Encendió una cerilla y quemó el papel. Luego cogió el cuenco de gachas y no dijo una sola palabra más. El anciano tuvo que sacar sus propias conclusiones. Quizá los trozos de papel y las penas de cárcel eran una única cosa en la cabeza del joven. ¿Por qué había dado tal respingo al pensar en ese trocito de papel? ¿Y qué era toda aquella diatriba acerca del tribalismo? ¿Qué pasaba con el hombre blanco, el único enemigo reconocido de todo el mundo?

—¿Y no tienes quejas acerca del hombre blanco? —preguntó el anciano, tratando de sonsacar algo de información de aquella boca cerrada a cal y canto.

El joven se limitó a apartar el rostro ligeramente, aunque una sombra de risa bailó en sus ojos.

—Ah, ya veo —dijo el anciano, fingiendo decepción—. Huyes del tribalismo. Pero ante ti tienes el peor país tribal del mundo. Los barolong somos vecinos de los botsuanos, pero no nos llevamos bien con ellos. Son unos zoquetes que no piensan más allá de esta puerta. El tribalismo, para ellos, no es más que carne y bebida.

El joven se echó a reír.

—Vamos, señor —dijo—. Solo quiero pisar tierra libre. No me importa la gente. No me importa nada, ni siquiera el hombre blanco. Quiero sentir lo que es vivir en un país libre; quizás entonces algunos de mis demonios se corrijan solos. 

El lamento de las sirenas acercándose sonó de nuevo. Una vez hubieron pasado de largo, el anciano salió de la choza y cerró la puerta tras de sí. Makhaya se quedó a solas con sus pensamientos y, al ver que amenazaban con atormentarle, siguió nublándolos con un poco de brandy que bebió directamente de la botella. El sol se ponía temprano en invierno y para las siete ya era noche cerrada. Makhaya se preparó para cruzar en dirección al trozo de tierra de nadie. Las dos vallas fronterizas consistían en sendas alambradas de espinos, fuertes y tensas, de más de dos metros de altura cada una. Esperó en la choza hasta que oyó pasar el furgón patrulla. Entonces se quitó el pesado abrigo que llevaba puesto y lo guardó en una gran bolsa de piel. Salió de la choza y lanzó la bolsa por encima de la valla, agarró el alambre con firmeza y saltó al otro lado.
Recogió la bolsa y corrió todo lo deprisa que pudo hasta alcanzar la segunda valla, donde repitió la maniobra. Ya estaba en Botsuana. En su ansiedad por alejarse lo más rápido posible de la frontera, apenas notó el intenso y penetrante frío de la noche helada. Corrió durante casi media hora ciego, sordo y ajeno a todo excepto a su mayor miedo. El lamento de la sirena le hizo pararse en seco. Sonaba cerquísima y temió que su ritmo atronador lo hubiese delatado. Pero las luces del furgón pasaron de largo y supo, por la frecuencia de paso de la patrulla a lo largo del tortuoso día, que tenía otra media hora de seguridad por delante. A medida que se relajaba un poco, se dio cuenta de que había estado aspirando enormes bocanadas de aire helado y que los pulmones le ardían de dolor. Sacó
el grueso abrigo de la bolsa y se lo puso. También dio varios sorbos con cuidado a la botella de brandy y después prosiguió su camino aminorando el ritmo. No había dado más que unos pocos pasos cuando volvió a detenerse en seco. Por todas partes se oían sonidos de cascabeles, miles y miles de cascabeles que tintineaban sin parar con un ritmo resuelto y monótono. No obstante, no había ningún ser vivo a la vista que explicara de dónde provenía el sonido. Estaba seguro de que tanto a su alrededor como delante de él no había más que árboles, matas de espinos que le rasgaban la ropa cada vez que las rozaba. Pero ¿cómo se explicaba entonces aquel sobrenatural sonido de cascabeles en un páramo aparentemente yermo? Dios, me estoy volviendo loco, pensó. Elevó la mirada hacia las estrellas. Estas parpadeaban levemente, en silencio. Incluso acertó a distinguir la disposición de las estrellas que formaban las constelaciones meridionales. Si su mente sufría un desorden a causa de la
tensión de aquel día, ¿no debería ver las estrellas desordenadas también? ¿No debería verlo todo desordenado una persona que hubiese perdido la razón? Sacudió la cabeza, pero los cascabeles prosiguieron su monótono y rítmico tañido. Conocía historias horribles acerca de círculos tribales y chamanes que celebraban sus ritos macabros por las noches. Pero los chamanes eran humanos y nada debía temerse de los seres humanos, por extraños y perversos que fueran. El hecho de considerar aquello como una explicación factible a los cascabeles le devolvió el equilibrio y continuó su camino, alerta por si veía las hogueras o las chozas de los chamanes.
Pronto vio un fuego entre los matorrales, un atisbo de luz en aquella abrumadora oscuridad. Avanzó hacia él y, a medida que se acercaba, el chisporroteo parpadeante alumbró la forma de dos chozas de barro y las siluetas de una mujer y una niña. Fue la mujer quien levantó la vista al percibir el ruido de los pasos que se acercaban. Él se quedó quieto, pues no quería asustarla. Parecía muy mayor. Tenía los ojos pequeños y completamente hundidos entre las arrugas del rostro. Junto a ella había una niña de unos diez años que mantenía la cabeza inclinada mientras hacía dibujos distraídamente en el suelo con un palo. El joven saludó a la anciana en tsuana; por educación, la llamó «madre» y empleó un tono suave y tranquilizador. Ella no le devolvió el saludo. En lugar de eso, exclamó:

—Sí, ¿qué quieres? —Su voz era chillona, aguda y descontrolada, y le desagradó de inmediato.
—Busco refugio para pasar la noche —dijo él.

Ella guardó silencio y siguió mirando fijamente en la dirección de donde provenía la voz. Después volvió a hablar con aquella voz chillona:

—Seguro que eres uno de esos espías del otro lado de la frontera.

Como él no contestaba, la anciana se agitó y levantó aún más la voz.

—¿Por qué si no ibas a estar vagando por aquí de noche, si no fueras un espía? Todos los espías del mundo vienen a nuestro país. ¡Seguro que eres un espía! ¡Eres un espía!

Los gritos lo pusieron nervioso. La frontera estaba aún muy cerca y en cualquier momento pasaría el furgón patrulla.

—¿Cómo puedes avergonzarme así? —preguntó con voz queda y desesperada—. ¿A las mujeres en tu país os enseñan a gritar a los hombres?

—No estoy gritando —chilló ella, aunque en voz un poco más baja. Las palabras de él, así como su tono consistentemente suave, estaban empezando a impresionarla.

—Vaya, pues mis oídos deben de estar engañándome, madre —dijo él, divertido—. Dime si puedes ofrecerme o no refugio. No soy ningún espía. Solo me he perdido en la oscuridad.

La anciana de mirada fija no vaciló un ápice. Respondió en tono cortante:

—Tengo una choza libre. Puedes usarla, pero solo esta noche. Tendrás que pagarme. Quiero diez chelines. 

Estiró una mano vieja y arrugada, fría y curtida por años y años de trabajo. Él avanzó hacia el fuego y le tendió un billete de diez chelines. La anciana cogió una banqueta pequeña que tenía detrás y le dijo:

—Siéntate aquí. La niña barrerá la choza y te pondrá unas mantas.

La niña se levantó obediente y se encaminó hacia una de las chozas. Él se sentó enfrente de aquel monstruo ordinario y hosco que seguía mirándolo fijamente. El lamento de la sirena sonó de nuevo, muy cerca, casi detrás de ellos. Le sostuvo la mirada a la anciana con calma.

—Sé que eres un espía —dijo ella—. Estás huyendo de ellos.

Él sonrió.

—A lo mejor solo quieres molestarme. Pero, como ves, no me molesto con facilidad.
—¿De dónde eres? —preguntó.
—Del otro lado de la frontera —contestó él—. Tengo un contrato para empezar a trabajar en este país mañana.
—¿Por qué no has venido en tren? —preguntó, suspicaz.
—Es que mi hogar está muy cerca, en la aldea barolong —mintió.

La anciana giró la cabeza y escupió en el suelo, resumiendo así de forma elocuente lo que pensaba de él. Luego apartó la cabeza como si lo hubiese expulsado abruptamente de sus pensamientos. Los cascabeles seguían tintineando.

—¿Para qué son esos cascabeles? —preguntó él.
—Los atan al pescuezo del ganado mientras pastan libremente en el bush —respondió la anciana.

No eran más que cencerros, y él se avergonzó al pensar cómo se había asustado. Sintió ganas de reírse en alto y para evitarlo trató de entablar una conversación relajada:

—No tengo ganado. Supongo que los cencerros son para poder localizar a las reses si se pierden, ¿no?
—Claro —dijo ella en tono despectivo—. El ganado se aleja a mucha distancia para pastar.

Mientras hablaban, la niña había vuelto junto al fuego sin hacer ruido. Casi sin darse cuenta, miró en su dirección y se sorprendió al ver que lo miraba fijamente, con los ojos de par en par. Había algo en ella que no le pareció en absoluto infantil y eso no le gustó. Miró de nuevo a la anciana. Esta volvía a observarlo con intención y le pareció ver un destello en sus ojos viejos y hundidos. Dios mío, pensó, menudo par de buitres.

—¿Ya está lista la habitación, madre? —preguntó en voz alta.

La anciana se giró sin más y señaló una de las chozas. Él se levantó de inmediato, aliviado ante la perspectiva de librarse de su desagradable compañía. Encendió una cerilla para entrar en la choza oscura. Parecía un cobertizo. En un rincón vio una enorme cesta de grano, y varios recipientes de barro cocido circundaban la estancia. Habían hecho un hueco en el suelo y lo habían cubierto con varias mantas amplias y cuadradas, confeccionadas con pieles de animales. Prendió otra cerilla para ver bien dónde iba a dormir. Al tacto parecía un terciopelo grueso y suave, un montón de mantas cosidas con las pieles de cientos de animales salvajes. Se limitó a quitarse los zapatos y el abrigo, que se echó por encima de las mantas para abrigarse aún más. La cama bien valía diez chelines, pues le resultó muy cálida. Se tumbó bocarriba y miró fijamente hacia la oscuridad, demasiado tenso como para dormir. Un buen trago de brandy lo habría dejado fuera de juego, pero no se atrevía a tocarlo.
No se fiaba de la vieja arpía. Parecía saber demasiado sobre la frontera. ¿Qué le impedía ir hasta allí e informar a la policía? Podía sacarse un dinero, si es que también sabía eso. Le entraron sudores fríos al imaginársela en la valla, gritando al paso del furgón. ¿Y aquella niña y su terrible mirada carente de inocencia? Aguzó el oído y estuvo pendiente de cualquier movimiento. Durante un rato oyó el murmullo de una conversación, y luego apagaron el fuego. A continuación se abrió la puerta de la choza de al lado. La vieja arpía tosió un poco. Hubo más murmullos y un breve silencio. Luego la puerta volvió a abrirse y supo que quien había salido era la niña porque la vieja arpía seguía tosiendo dentro. Se quedó inmóvil mientras la niña abría la puerta de su choza, lentamente y con mucho cuidado, para luego cerrarla tras ella con el mismo cuidado. Se puso de rodillas sin hacer ruido y tanteó las mantas hasta alcanzar la cara del joven.

—¿Qué quieres? —preguntó él.

Las manos se apartaron de golpe y se hizo un breve silencio; a continuación, la niña dijo:

—Ya sabes.
—No, no sé —repuso él.

Se quedó callada, como desentrañando lo que acababa de oír.

—A mi abuela no le importa siempre y cuando me pagues —dijo al fin.
—Vete —dijo él, avergonzado y humillado—. No eres más que una niña.

Pero ella se quedó allí sentada sin moverse. No podía soportarlo. Se incorporó, encendió una cerilla, sacó un billete de diez chelines y se lo dio.

—Aquí tienes el dinero —exclamó con brusquedad—. Ahora, vete.

Durante el breve resplandor de la cerilla, vio que la niña abría los ojos de incomprensión, pero finalmente cogió el billete y se marchó. Desde la otra choza, oyó la explicación quejumbrosa de la niña y la reacción sorprendida y escandalosa de la vieja.

—¿Pero te ha dado el dinero a cambio de nada? —preguntó, fuera de sí—. ¡Es un milagro! ¡Nunca había conocido a un hombre que no viese a una mujer como un regalo de Dios!
¡Debe de estar loco! ¡Todo este tiempo he sabido que estaba loco! ¡Cerremos la puerta para protegernos del loco!