sábado, 5 de octubre de 2019

Músicos africanos/ 5 - Toumani y Sidiki Diabaté (padre e hijo), maestros de la kora. La música de Mali

Jarabi

Lampedusa
Festival Mantras (19-02-2015)
Los Griots y la Kora


¿Quién puede hacerle ascos al mestizaje, si en el fondo todo es lo mismo?

Vente pa Madrid - Ketama y Toumani Diabaté

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ANEXO
Música de Mali







sábado, 28 de septiembre de 2019

Literatura africana/ 9 - Escritoras africanas/ 4 - Fragmento de Nubes de lluvia - Bessie Head - Sudáfrica


La pequeña aldea barolong se extendía hasta la valla de la frontera. Una de las chozas estaba construida tan cerca que una parte de la pared circular rozaba la alambrada. En el interior de esta choza había un hombre que llevaba allí sentado desde el amanecer. Estaba esperando a que se hiciera de noche, momento en el que intentaría cruzar el tramo de aproximadamente un kilómetro de tierra de nadie que lo separaba de la valla fronteriza de Botsuana y acceder así al espejismo de libertad que había al otro lado.
Corría el mes de junio, era invierno y hacía un frío lacerante, y las piernas del hombre eran demasiado largas como para permitirle pasearse por el reducido interior de la choza. Cada media hora, el furgón patrulla de la policía fronteriza sudafricana pasaba a toda velocidad acompañado del lamento de la sirena, lo que le provocaba una sensación incómoda en el estómago. Si sigo así, pronto tendré dolor de estómago, pensó. Los nervios tampoco los tenía muy allá, ya que se le alteraban con facilidad debido a las contrariedades de la vida. De hecho, su fuero interno era un revoltijo caótico, oculto en gran parte por una fachada de serenidad y de una solitaria autosuficiencia. La única forma de notar dicha discordia interior era el gesto que hacía al apartar ligeramente el rostro, como si nadie pudiese llegar a ser su amigo o siquiera alguien digno de su confianza. Exceptuando este detalle, su semblante era bastante agradable. A menudo lucía una expresión irónica. Su rictus habitual era el de una persona absorta y concentrada. Los pómulos, finos, alargados y bajos, lo identificaban como un miembro de la tribu xhosa o de la zulú.

Cerca de mediodía, cuando hubo un momento de sosiego de aquel lamento de las sirenas, el anciano propietario de la choza abrió la puerta y dejó entrar un haz de luz. Llevaba en las manos un cuenco humeante de gachas espesas. El hombre, para entonces, tenía ya un terrible dolor de estómago y la visión de la comida, en principio, no le agradó.

—¿Cómo estás, joven? —preguntó el anciano.
—Estoy bien —mintió el hombre. No le parecía digno admitir que tenía problemas de estómago.
—Te he traído un poco de comida —dijo el anciano.
—Gracias —respondió el hombre—. Pero ¿sería posible salir un rato y estirar las piernas?
Necesitaba deshacer los nudos dolorosos que sentía en el estómago.
—No es seguro —aseveró el anciano—. No puedo garantizar que no haya algún espía. Si te cogen aquí, esto dejará de ser seguro para los que vengan después. Y yo también iría a la cárcel.

El joven estaba doblado sobre la banqueta tallada en la que estaba sentado y el anciano pensó que quizá tuviese frío.

—¿Por qué no tomas un trago de brandy? —preguntó en tono comprensivo—. Conozco un sitio aquí cerca, puedo pedir que me traigan un poco. 

El hombre levantó la cabeza, aliviado, y asintió. Sacó un billete de una libra y se lo dio al anciano. Este sonrió. Aún no había coincidido con un solo fugitivo que no necesitara un trago. Además, con un poco de brandy en el cuerpo pronto se arrancaban a hablar y a él le gustaba escuchar todo tipo de historias. Las almacenaba hasta el día en que pudiera tener la libertad de sorprender a toda la aldea con su vasto acerbo de información acerca de los fugitivos. Cerró la puerta y se alejó arrastrando los pies. Se oía un murmullo de voces de mujeres y también música y canciones. Un niño rompió a llorar con fuerza. Los hombres se reían, y el hombre de la choza se sorprendió por un momento de que una aldea entera pudiera vivir con el lamento de unas sirenas que tantos nudos le habían formado a él en el estómago. Pronto, el anciano volvió arrastrando los pies de nuevo. Ahora que el alivio estaba al alcance de su mano, se fijó en cómo, una vez que el anciano abrió la puerta, las motas de polvo del suelo de tierra se levantaban, brillaban y bailaban a la luz del sol. No había traído solo el brandy, sino también otro cuenco de comida para él. 

A aquel joven en la penumbra le gustó que el anciano no cerrara la puerta, porque en cuanto hubo dado unos cuantos tragos cautelosos de la botella, pudo distinguir con claridad el patrón de la danza entrecruzada y leve del polvo iluminado por el sol. El ritmo lento y casi apasionante le aflojó los nudos del estómago y, casi inconscientemente, sonrió para sí al percibir el repentino y cálido destello de alivio que se expandió por su abdomen. Al notarlo, el anciano dijo:

—Dime, joven, ¿cómo te llamas?
—Makhaya —contestó el hombre.

El anciano abrió los ojos de par en par, perplejo. Ni el sonido ni el significado del nombre le eran familiares. Las tribus que dominaban el norte del Transvaal hablaban tsuana.

—No conozco el nombre —declaró el anciano, sacudiendo la cabeza.
—Es zulú —dijo el joven—. Soy zulú. 

Y profirió una risa sarcástica al pensar en que acababa de definirse como zulú.

—Pero hablas tsuana con fluidez —insistió el anciano.

El joven, ya bastante ebrio, habló con ligereza.

—Sí, los zulús somos así. Desde los días de Shaka, asumimos que el mundo entero nos pertenece; por eso nos preocupamos por aprender las lenguas de todos los hombres. Pero una cosa, anciano, a mí no me importan las cuestiones tribales. A mis padres sí, por eso me endosaron este nombre tan ridículo. Por qué no me llamarían Samuel o Johnson, si yo no sigo las tradiciones tribales.

—¡Jo! —exclamó el anciano, usando una expresión tsuana que denotaba sorpresa—. ¿Y qué tiene de malo la tribu?
—Podría pasarte toda una lista de quejas. Ahora no tengo tiempo para detenerme a exponerlas…

Hizo una pausa, intentando recopilar sus pensamientos entre la bruma de brandy que le nublaba ya el cerebro

—. Makhaya —dijo—. Ese nombre tribal no me pega. Le vendría bien a alguien que se quedara en su país, pero me lo pusieron a mí y aún no he tenido un día de paz y satisfacción en toda mi vida.
—Eso es por la educación —declaró el anciano, asintiendo con gesto sabio—. No deberían haberte dado ninguna educación. Quita esa pizca de educación y serás lo suficientemente feliz como para pedirle a tu madre que te busque una muchacha de la tribu y que os deje labrar la tierra. La educación es lo único que aleja a un hombre de su tribu. 

La conversación amenazaba con derivar hacia una gran digresión sin sentido. Como buen relator de historias que era, el anciano la recondujo a los asuntos que importaban en aquel momento. ¿Por qué estaba allí el joven? ¿De qué huía? ¿Una pena de cárcel, quizá? El joven lo miró con suspicacia.

—Acabo de salir de la cárcel —dijo. 

Cerró la botella de brandy y cogió el cuenco de gachas. Entonces, la ansiedad pareció asaltarlo de nuevo, porque volvió a dejar el cuenco, rebuscó algo en el bolsillo interior del abrigo y sacó un trozo de papel. Encendió una cerilla y quemó el papel. Luego cogió el cuenco de gachas y no dijo una sola palabra más. El anciano tuvo que sacar sus propias conclusiones. Quizá los trozos de papel y las penas de cárcel eran una única cosa en la cabeza del joven. ¿Por qué había dado tal respingo al pensar en ese trocito de papel? ¿Y qué era toda aquella diatriba acerca del tribalismo? ¿Qué pasaba con el hombre blanco, el único enemigo reconocido de todo el mundo?

—¿Y no tienes quejas acerca del hombre blanco? —preguntó el anciano, tratando de sonsacar algo de información de aquella boca cerrada a cal y canto.

El joven se limitó a apartar el rostro ligeramente, aunque una sombra de risa bailó en sus ojos.

—Ah, ya veo —dijo el anciano, fingiendo decepción—. Huyes del tribalismo. Pero ante ti tienes el peor país tribal del mundo. Los barolong somos vecinos de los botsuanos, pero no nos llevamos bien con ellos. Son unos zoquetes que no piensan más allá de esta puerta. El tribalismo, para ellos, no es más que carne y bebida.

El joven se echó a reír.

—Vamos, señor —dijo—. Solo quiero pisar tierra libre. No me importa la gente. No me importa nada, ni siquiera el hombre blanco. Quiero sentir lo que es vivir en un país libre; quizás entonces algunos de mis demonios se corrijan solos. 

El lamento de las sirenas acercándose sonó de nuevo. Una vez hubieron pasado de largo, el anciano salió de la choza y cerró la puerta tras de sí. Makhaya se quedó a solas con sus pensamientos y, al ver que amenazaban con atormentarle, siguió nublándolos con un poco de brandy que bebió directamente de la botella. El sol se ponía temprano en invierno y para las siete ya era noche cerrada. Makhaya se preparó para cruzar en dirección al trozo de tierra de nadie. Las dos vallas fronterizas consistían en sendas alambradas de espinos, fuertes y tensas, de más de dos metros de altura cada una. Esperó en la choza hasta que oyó pasar el furgón patrulla. Entonces se quitó el pesado abrigo que llevaba puesto y lo guardó en una gran bolsa de piel. Salió de la choza y lanzó la bolsa por encima de la valla, agarró el alambre con firmeza y saltó al otro lado.
Recogió la bolsa y corrió todo lo deprisa que pudo hasta alcanzar la segunda valla, donde repitió la maniobra. Ya estaba en Botsuana. En su ansiedad por alejarse lo más rápido posible de la frontera, apenas notó el intenso y penetrante frío de la noche helada. Corrió durante casi media hora ciego, sordo y ajeno a todo excepto a su mayor miedo. El lamento de la sirena le hizo pararse en seco. Sonaba cerquísima y temió que su ritmo atronador lo hubiese delatado. Pero las luces del furgón pasaron de largo y supo, por la frecuencia de paso de la patrulla a lo largo del tortuoso día, que tenía otra media hora de seguridad por delante. A medida que se relajaba un poco, se dio cuenta de que había estado aspirando enormes bocanadas de aire helado y que los pulmones le ardían de dolor. Sacó
el grueso abrigo de la bolsa y se lo puso. También dio varios sorbos con cuidado a la botella de brandy y después prosiguió su camino aminorando el ritmo. No había dado más que unos pocos pasos cuando volvió a detenerse en seco. Por todas partes se oían sonidos de cascabeles, miles y miles de cascabeles que tintineaban sin parar con un ritmo resuelto y monótono. No obstante, no había ningún ser vivo a la vista que explicara de dónde provenía el sonido. Estaba seguro de que tanto a su alrededor como delante de él no había más que árboles, matas de espinos que le rasgaban la ropa cada vez que las rozaba. Pero ¿cómo se explicaba entonces aquel sobrenatural sonido de cascabeles en un páramo aparentemente yermo? Dios, me estoy volviendo loco, pensó. Elevó la mirada hacia las estrellas. Estas parpadeaban levemente, en silencio. Incluso acertó a distinguir la disposición de las estrellas que formaban las constelaciones meridionales. Si su mente sufría un desorden a causa de la
tensión de aquel día, ¿no debería ver las estrellas desordenadas también? ¿No debería verlo todo desordenado una persona que hubiese perdido la razón? Sacudió la cabeza, pero los cascabeles prosiguieron su monótono y rítmico tañido. Conocía historias horribles acerca de círculos tribales y chamanes que celebraban sus ritos macabros por las noches. Pero los chamanes eran humanos y nada debía temerse de los seres humanos, por extraños y perversos que fueran. El hecho de considerar aquello como una explicación factible a los cascabeles le devolvió el equilibrio y continuó su camino, alerta por si veía las hogueras o las chozas de los chamanes.
Pronto vio un fuego entre los matorrales, un atisbo de luz en aquella abrumadora oscuridad. Avanzó hacia él y, a medida que se acercaba, el chisporroteo parpadeante alumbró la forma de dos chozas de barro y las siluetas de una mujer y una niña. Fue la mujer quien levantó la vista al percibir el ruido de los pasos que se acercaban. Él se quedó quieto, pues no quería asustarla. Parecía muy mayor. Tenía los ojos pequeños y completamente hundidos entre las arrugas del rostro. Junto a ella había una niña de unos diez años que mantenía la cabeza inclinada mientras hacía dibujos distraídamente en el suelo con un palo. El joven saludó a la anciana en tsuana; por educación, la llamó «madre» y empleó un tono suave y tranquilizador. Ella no le devolvió el saludo. En lugar de eso, exclamó:

—Sí, ¿qué quieres? —Su voz era chillona, aguda y descontrolada, y le desagradó de inmediato.
—Busco refugio para pasar la noche —dijo él.

Ella guardó silencio y siguió mirando fijamente en la dirección de donde provenía la voz. Después volvió a hablar con aquella voz chillona:

—Seguro que eres uno de esos espías del otro lado de la frontera.

Como él no contestaba, la anciana se agitó y levantó aún más la voz.

—¿Por qué si no ibas a estar vagando por aquí de noche, si no fueras un espía? Todos los espías del mundo vienen a nuestro país. ¡Seguro que eres un espía! ¡Eres un espía!

Los gritos lo pusieron nervioso. La frontera estaba aún muy cerca y en cualquier momento pasaría el furgón patrulla.

—¿Cómo puedes avergonzarme así? —preguntó con voz queda y desesperada—. ¿A las mujeres en tu país os enseñan a gritar a los hombres?

—No estoy gritando —chilló ella, aunque en voz un poco más baja. Las palabras de él, así como su tono consistentemente suave, estaban empezando a impresionarla.

—Vaya, pues mis oídos deben de estar engañándome, madre —dijo él, divertido—. Dime si puedes ofrecerme o no refugio. No soy ningún espía. Solo me he perdido en la oscuridad.

La anciana de mirada fija no vaciló un ápice. Respondió en tono cortante:

—Tengo una choza libre. Puedes usarla, pero solo esta noche. Tendrás que pagarme. Quiero diez chelines. 

Estiró una mano vieja y arrugada, fría y curtida por años y años de trabajo. Él avanzó hacia el fuego y le tendió un billete de diez chelines. La anciana cogió una banqueta pequeña que tenía detrás y le dijo:

—Siéntate aquí. La niña barrerá la choza y te pondrá unas mantas.

La niña se levantó obediente y se encaminó hacia una de las chozas. Él se sentó enfrente de aquel monstruo ordinario y hosco que seguía mirándolo fijamente. El lamento de la sirena sonó de nuevo, muy cerca, casi detrás de ellos. Le sostuvo la mirada a la anciana con calma.

—Sé que eres un espía —dijo ella—. Estás huyendo de ellos.

Él sonrió.

—A lo mejor solo quieres molestarme. Pero, como ves, no me molesto con facilidad.
—¿De dónde eres? —preguntó.
—Del otro lado de la frontera —contestó él—. Tengo un contrato para empezar a trabajar en este país mañana.
—¿Por qué no has venido en tren? —preguntó, suspicaz.
—Es que mi hogar está muy cerca, en la aldea barolong —mintió.

La anciana giró la cabeza y escupió en el suelo, resumiendo así de forma elocuente lo que pensaba de él. Luego apartó la cabeza como si lo hubiese expulsado abruptamente de sus pensamientos. Los cascabeles seguían tintineando.

—¿Para qué son esos cascabeles? —preguntó él.
—Los atan al pescuezo del ganado mientras pastan libremente en el bush —respondió la anciana.

No eran más que cencerros, y él se avergonzó al pensar cómo se había asustado. Sintió ganas de reírse en alto y para evitarlo trató de entablar una conversación relajada:

—No tengo ganado. Supongo que los cencerros son para poder localizar a las reses si se pierden, ¿no?
—Claro —dijo ella en tono despectivo—. El ganado se aleja a mucha distancia para pastar.

Mientras hablaban, la niña había vuelto junto al fuego sin hacer ruido. Casi sin darse cuenta, miró en su dirección y se sorprendió al ver que lo miraba fijamente, con los ojos de par en par. Había algo en ella que no le pareció en absoluto infantil y eso no le gustó. Miró de nuevo a la anciana. Esta volvía a observarlo con intención y le pareció ver un destello en sus ojos viejos y hundidos. Dios mío, pensó, menudo par de buitres.

—¿Ya está lista la habitación, madre? —preguntó en voz alta.

La anciana se giró sin más y señaló una de las chozas. Él se levantó de inmediato, aliviado ante la perspectiva de librarse de su desagradable compañía. Encendió una cerilla para entrar en la choza oscura. Parecía un cobertizo. En un rincón vio una enorme cesta de grano, y varios recipientes de barro cocido circundaban la estancia. Habían hecho un hueco en el suelo y lo habían cubierto con varias mantas amplias y cuadradas, confeccionadas con pieles de animales. Prendió otra cerilla para ver bien dónde iba a dormir. Al tacto parecía un terciopelo grueso y suave, un montón de mantas cosidas con las pieles de cientos de animales salvajes. Se limitó a quitarse los zapatos y el abrigo, que se echó por encima de las mantas para abrigarse aún más. La cama bien valía diez chelines, pues le resultó muy cálida. Se tumbó bocarriba y miró fijamente hacia la oscuridad, demasiado tenso como para dormir. Un buen trago de brandy lo habría dejado fuera de juego, pero no se atrevía a tocarlo.
No se fiaba de la vieja arpía. Parecía saber demasiado sobre la frontera. ¿Qué le impedía ir hasta allí e informar a la policía? Podía sacarse un dinero, si es que también sabía eso. Le entraron sudores fríos al imaginársela en la valla, gritando al paso del furgón. ¿Y aquella niña y su terrible mirada carente de inocencia? Aguzó el oído y estuvo pendiente de cualquier movimiento. Durante un rato oyó el murmullo de una conversación, y luego apagaron el fuego. A continuación se abrió la puerta de la choza de al lado. La vieja arpía tosió un poco. Hubo más murmullos y un breve silencio. Luego la puerta volvió a abrirse y supo que quien había salido era la niña porque la vieja arpía seguía tosiendo dentro. Se quedó inmóvil mientras la niña abría la puerta de su choza, lentamente y con mucho cuidado, para luego cerrarla tras ella con el mismo cuidado. Se puso de rodillas sin hacer ruido y tanteó las mantas hasta alcanzar la cara del joven.

—¿Qué quieres? —preguntó él.

Las manos se apartaron de golpe y se hizo un breve silencio; a continuación, la niña dijo:

—Ya sabes.
—No, no sé —repuso él.

Se quedó callada, como desentrañando lo que acababa de oír.

—A mi abuela no le importa siempre y cuando me pagues —dijo al fin.
—Vete —dijo él, avergonzado y humillado—. No eres más que una niña.

Pero ella se quedó allí sentada sin moverse. No podía soportarlo. Se incorporó, encendió una cerilla, sacó un billete de diez chelines y se lo dio.

—Aquí tienes el dinero —exclamó con brusquedad—. Ahora, vete.

Durante el breve resplandor de la cerilla, vio que la niña abría los ojos de incomprensión, pero finalmente cogió el billete y se marchó. Desde la otra choza, oyó la explicación quejumbrosa de la niña y la reacción sorprendida y escandalosa de la vieja.

—¿Pero te ha dado el dinero a cambio de nada? —preguntó, fuera de sí—. ¡Es un milagro! ¡Nunca había conocido a un hombre que no viese a una mujer como un regalo de Dios!
¡Debe de estar loco! ¡Todo este tiempo he sabido que estaba loco! ¡Cerremos la puerta para protegernos del loco!

domingo, 24 de marzo de 2019

Literatura africana/ 8 - Escritoras africanas/ 3 - Fragmentos de Lejos de Ghana - Taiye Selasi - Inglaterra-Ghana-Nigeria


Se paseaba por las casas de sus compañeros con una dolorosa sensación de anhelo, la necesidad de formar parte de un linaje, de sentir que descendía de una serie de rostros enmarcados. Que su familia careciera de antepasados era inquietante. Parecía sugerir que todo en ellos era fingido, falso. 
[...]
Vives toda la vida en este mundo, en estos mundos, y sabes lo que piensan de ti, sabes lo que ven. Dices que eres africano y acto seguido tratas de excusarte, de explicar “pero soy listo”. Sin que ello implique nngún juicio de valor, simplemente lo sientes así. Dices “Asia, la antigua China, la antigua India” y todo el mundo piensa “ooh, la sabiduría ancestral de Oriente”. Dices “la antigua África” y todo el mundo piensa “irrelevante”. Polvorienta e irrelevante. Condenada. A nadie le importa una mierda. Quieres que te vean como algo valioso, no irrelevante, polvoriento y atrasado, ¿entiendes? [...]
Traducción de Rita da Costa

sábado, 26 de enero de 2019

Literatura africana/ 7 - Escritoras africanas/ 2 - Warsan Shire - Kenia-Somalia-Inglaterra


Hogar

Nadie abandona su hogar, a menos que su hogar sea la boca de un tiburón.
Solo corres hacia la frontera cuando ves que toda la ciudad también lo hace.
Tus vecinos corriendo más deprisa que tú. Con aliento de sangre en sus gargantas.
El niño con el que fuiste a la escuela, que te besó hasta el vértigo
detrás de la fábrica, sostiene un arma más grande que su cuerpo.

Solo abandonas tu hogar
Cuando tu hogar no te permite quedarte.
Nadie deja su hogar
A menos que su hogar le persiga,
Fuego bajo los pies,
Sangre hirviendo en el vientre.
Jamás pensaste en hacer algo así,
Hasta que sentiste el hierro ardiente
Amenazar tu cuello.

Pero incluso entonces cargaste con el himno bajo tu aliento,
Rompiste tu pasaporte en los lavabos del aeropuerto,
Sollozando mientras cada pedazo de papel te hacía ver
Que jamás volverías.

Tienes que entender que nadie sube a sus hijos a una patera,
A menos que el agua sea más segura que la tierra.
Nadie abrasa las palmas de sus manos bajo los trenes, bajo los vagones,
Nadie pasa días y noches enteras en el estómago de un camión,
Alimentándose de hojas de periódico, a menos que
Los kilómetros recorridos signifiquen algo más que un simple viaje.

Nadie se arrastra bajo las verjas, nadie quiere recibir los golpes ni dar lástima.
Nadie escoge los campos de refugiados
O el dolor de que revisten tu cuerpo desnudo.
Nadie elige la prisión, pero la prisión es más segura que una ciudad en llamas,
Y un carcelero en la noche es preferible
A un camión cargado de hombres con el aspecto de tu padre.

Nadie podría soportarlo, nadie tendría las agallas,
nadie tendría la piel suficientemente dura.
Los: “váyanse a casa, negros”, “refugiados”, “sucios inmigrantes”,
“buscadores de asilo”, “quieren robarnos lo que es nuestro”,
“negros pedigüeños”, “huelen raro”, “salvajes”,
“destrozaron su país y ahora quieren destrozar el nuestro”.
¿Cómo puedes soportar las palabras, las miradas sucias?

Quizás puedas, porque estos golpes son más suaves
Que el dolor de un miembro arrancado.
Quizás puedas porque estas palabras son más delicadas
Que catorce hombres entre tus piernas.
Quizás porque los insultos son más fáciles de tragar que el escombro,
Que los huesos, que tu cuerpo de niña despedazado.

Quiero irme a casa, pero mi casa es la boca de un tiburón.
Mi casa es un barril de pólvora,
y nadie dejaría su casa a menos que su casa le persiguiera hasta la costa,
a menos que tu casa te dijera que aprietes el paso,
que dejes atrás tus ropas, que te arrastres por el desierto,
que navegues por los océanos,

“Naufraga, sálvate, pasa hambre, suplica, olvida el orgullo,
tu vida es más importante”.
Nadie deja su hogar hasta que su hogar se convierta
en una voz sudorosa en tu oído diciendo:
‘Vete, corre lejos de mí ahora.
No sé en qué me he convertido, pero sé
que cualquier lugar es más seguro que éste’.

domingo, 20 de enero de 2019

Literatura africana/ 6 - Escritoras africanas/ 1 - Chimamanda Ngozi Adichie - Nigeria-Estados Unidos


Mi Madre, la africana loca

No soporto tener este acento. Lo odio cuando la gente me pide que repita cosas y oigo cómo se ríen por dentro porque no soy americana. Ahora, cuando Padre me habla en igbo, respondo en inglés. Lo haría también con Madre, pero no creo que le haga gracia, aún no.

Cuando la gente pregunta de dónde soy, Madre quiere que diga Nigeria. La primera vez que dije Filadelfia, ella me dijo, “di Nigeria”. La segunda vez me dio un tortazo en la nuca y preguntó, en igbo, “¿estás mal de la cabeza?”

Por entonces yo ya iba a la escuela y le dije que las cosas no son así para los americanos. Eres de dónde has nacido, o de dónde vives, o de dónde tienes intención de vivir mucho tiempo. Fíjate en Cathy, por ejemplo. Ella es de Chicago porque nació ahí. Su hermano es de aquí, de Filadelfia, porque nació en el hospital de Jefferson. Pero su padre, que nació en Atlanta, ahora es de Filadelfia porque vive aquí.

A los americanos les da igual esa bobada de que vengas de tu aldea ancestral, donde tus antepasados tenían tierras y donde tu linaje se remonta a cientos de años. Así que conoces tu linaje, ¿y qué?

Yo todavía digo que soy de Filadelfia cuando Madre no está. (Sólo digo Nigeria cuando alguien dice algo sobre mi acento y entonces siempre añado, pero vivo en Filadelfia con mi familia.)

Además, cuando Madre no está, me llamo Lin. A ella le gusta repetir que Ralindu es un hermoso nombre igbo, que significa tanto también para ella, ese nombre, Elige la Vida, por lo mal que lo pasó, por mis hermanos que murieron siendo bebés. Y lo siento, no sé si me entiendes, pero ahora mismo no puedo con un nombre como Ralindu y con mi acento, sobre todo ahora que Matt y yo estamos juntos.

Cuando llaman mis amigas, Madre dice, “¿Lin?”, alargando la pausa un instante, como si no supiera quién es ésa. Cualquiera diría que no lleva aquí tres años (seis años le digo a veces a la gente) por cómo actúa.

Todavía le gusta terminar sus observaciones con la exclamación ¡América! Como en los restaurantes, “mira esta gente, cuánta comida desperdicia, ¡América!” O en la tienda, “mira cómo han bajado los precios desde la semana pasada, ¡América!”

Pero ahora va todo mucho mejor. Ya no se persigna, temblando, cada vez que informan de un asesinato en las noticias. Ya no está pendiente de las indicaciones que le ha escrito Padre cuando coge el coche para ir al supermercado o al centro comercial. Pero igual, todavía lleva las instrucciones en la guantera, escritas por Padre con su letra tan formal. Todavía se aferra con fuerza al volante y mira a menudo por el retrovisor, pendiente de los coches de policía. Y yo suelo decirle, Madre, la policía americana no te detiene porque sí. Sólo si haces algo malo, como correr demasiado.

Lo reconozco, yo también estaba impresionada la primera vez que llegamos. Vi la casa y entendí por qué Padre no había querido traernos al terminar su residencia, por qué decidió trabajar tres años, un trabajo normal además del pluriempleo. Me gustaba salir de la casa y quedarme así mirándola largo rato, la elegancia de la piedra exterior, el césped que la rodeaba entera como un manto teñido del color del mango cuando todavía está verde. Y adentro, me gustaban las escaleras en curva del recibidor, la baranda reluciente, la espléndida chimenea de mármol; me sentía como en el plató de una película extranjera. Incluso me gustaba el clon-clon-clon de los suelos de madera cuando caminaba con zapatos, no como el suelo de cemento que teníamos allá, tan silencioso.

Ahora, si estoy abajo en el sótano, me molesta el ruido de los suelos de madera cuando Padre se trae a sus colegas del hospital. Padre ya no le pide a Madre que prepare algo para sus invitados, encarga que le traigan a casa bandejitas de queso y fruta para llevar. Antes se peleaban por eso, Padre le decía que a los blancos les daba igual el moi-moi y el chin-chin, las cosas que ella quería preparar, y Madre le decía, en igbo, que estuviera orgulloso de ser quién era y que primero lo sirviera, a ver si no les gustaba. Ahora se pelean por cómo se comporta Madre en esos encuentros.

Tienes que hablarles más, dice Padre, que se sientan a gusto, y deja de hablarme en igbo cuando están aquí.

Y Madre grita, ¿Así que ahora no puedo hablar en mi idioma en mi propia casa? Dime, ¿ellos cambian su manera de comportarse cuando vas tú a su casa?

No son auténticas peleas, no como los padres de Cathy, que dejan todo de vidrios rotos y Cathy tiene que recogerlo antes de ir al colegio para que su hermana pequeña no los vea. Madre todavía se levanta temprano para dejarle la camisa a Padre sobre la cama, para hacerle el desayuno y ponerle el almuerzo en la fiambrera. Padre cocinaba cuando estaba solo -vivió solo en América casi siete años- pero ahora, de repente, resulta que no puede cocinar. Ni siquiera puede ponerle la tapa a una olla, no, ni siquiera puede servirse él mismo de una olla. Madre se escandaliza con sólo que se acerque a la cocina.

“Has cocinado bien, Chika,” dice Padre en igbo, después de cada comida. Madre sonríe y sé que ya está maquinando la próxima sopa que va a cocinar, qué nuevas verduras probar.

Todas sus comidas tienen una base nigeriana, pero le gusta experimentar y ha aprendido a improvisar con aquellas cosas que no están en la tienda africana. Patatas al horno en lugar de ede. Espinacas en lugar de ugu. Incluso encontró la manera de preparar el cereal de farina para que tuviera la consistencia del fufu. Eso fue antes de que Padre le enseñara cómo ir a la tienda africana donde tienen harina de casava. Ya no se niega a comprar pizza y patatas fritas congeladas, pero todavía gruñe cada vez que las como, y todavía dice que esa comida tan mala te chupa la sangre. Cuando cocina una sopa nueva, que es casi cada día, me la hace comer. Me observa mientras amaso unas bolas fláccidas con el fufu y las sumerjo en la sopa espesa, incluso se me queda mirando la garganta mientras trago, para ver si bajan las bolas y se quedan abajo.

Creo que le gusta cuando viene gente a la que yo llamo invitados accidentales, porque siempre se muestran tan efusivos con su cocina. Siempre son nigerianos, siempre recién llegados a América. Buscan nombres en el listín telefónico, buscan a nigerianos. Los que son igbo le dicen a Padre que les da ánimos ver un nombre igbo, como Eze, después de las columnas de yorubas, los Adebisis y Ademolas. Pero claro, añaden mientras engullen los plátanos fritos de Madre, en América todos los nigerianos son hermanos.

Cuando Madre me obliga a salir a saludarlos, respondo en inglés cuando ellos hablan en igbo, y pienso que no deberían estar aquí, que están aquí sólo por el accidente de que somos nigerianos. Suelen quedarse sólo unos días hasta que deciden qué hacer, Padre es firme en eso. Y hasta que se marchan, nunca les hablo en igbo.

A Cathy le gusta venir a conocerlos. Le fascinan. Habla con ellos, les pregunta por sus vidas en Nigeria. A esa gente le encanta hablar de lo víctimas que son, de cómo sufrieron a manos de los soldados, jefes, maridos, familia política. En mi opinión, Cathy les tiene demasiada simpatía. Una vez incluso le dio un currículum a su madre que se lo dio a otra persona que contrató al nigeriano. Cathy es guais. Es la única persona con la que puedo hablar de todo, pero a veces pienso que no debería pasar tanto rato con nuestros invitados accidentales porque se pone igual que Madre, sin el tono de regañina, pero me dice cosas como, deberías estar orgullosa de tu acento y de tu país. Yo digo que sí, que estoy orgullosa de América. Soy americana aunque sólo tenga, todavía, la tarjeta verde.

Lo dice de Matt también. Que no debería esforzarme tanto en ser americana por él, porque si fuera auténtico yo le gustaría igual (lo dice porque yo le pedía que me dijera palabras, quería practicar y pillar bien las inflexiones americanas. Ojalá Nigeria no hubiera sido una colonia británica, es tan difícil quitarse esa manera de pronunciar mal las palabras). Por favor. He visto cómo se ríe Matt del chico indio que tiene un nombre que nadie sabe pronunciar. El pobre chaval tiene un acento tan marcado que ni siquiera se le entiende cuando dice su nombre. Al menos en eso soy mejor que él. Matt ni siquiera sabe que me llamo Ralindu. Sabe que mis padres son de África y cree que África es un país, y poca cosa más. Al principio, me gustó el brillante tipo dormilona que lleva en la oreja izquierda. Ahora es todo él, incluso su manera de caminar con las piernas muy por delante del resto del cuerpo.

Tardó un poco en fijarse en mí. Cathy me ayudó, se acercaba a él descaradamente y le pedía que se sentara con nosotras para comer. Un día le preguntó, “Lin está buena, ¿verdad?” Y él dijo que sí. A ella no le gusta Matt. Pero bueno, a Cathy y a mí no nos gustan las mismas cosas, por eso nuestra amistad es tan auténtica.

Madre era muy precavida con Cathy. Decía, “Ngwa, no te quedes tanto rato en su casa. No comas ahí tampoco. Van a pensar que en casa no tenemos comida”. De verdad, creía que los americanos tienen los mismos cuelgues estúpidos que la gente de su país. No se visita tan a menudo a la gente a menos que te devuelvan la visita, no vaya a ser que quedes mal. No se come tan a menudo en casa de la gente si no vienen a comer a la tuya. Venga ya.

Llegó incluso a prohibirme que visitara a Cathy durante casi un mes, hace un par de años. Era nuestro primer verano aquí. En el colegio habían organizado una barbacoa familiar. Padre tenía guardia en el hospital así que fuimos solas Madre y yo. ¿Le servían de algo a Madre los ojos que tiene en la cara? ¿No se daba cuenta de que en verano las americanas vestían pantalón corto y camiseta? Aquel día se puso un vestido tieso, azul, con grandes solapas blancas. Ahí estaba ella con las demás madres, todas chic con sus tops y sus shorts; parecía una mujer extraviada, emperifollada para una barbacoa. La evité casi todo el rato. Había varias madres negras, así que cualquiera de ellas podría haber sido mi madre.

Esa noche en la cena, le dije, “La madre de Cathy me ha pedido que la llame Miriam”. Levantó la vista, con una pregunta en los ojos. “Miriam es su nombre de pila,” dije yo. Entonces me atreví, rápida. “Yo creo que Cathy debería llamarte Chika.” Madre siguió masticando en silencio un trozo de carne del estofado. Levantó de nuevo la vista. Sus ojos oscuros eran puro fuego desde el otro lado de la mesa. Soltó un chorro de palabras en igbo. “¿Quieres que te dé un tortazo que te hará saltar los dientes de la boca? ¿Desde cuándo los niños llaman a sus mayores por su nombre de pila?” Le pedí perdón y bajé la vista, amasando las bolas de fufu con más cuidado que nunca. Mirarla a los ojos la incitaba a cumplir sus amenazas.

Después de eso, no pude ir a casa de Cathy durante un mes, pero Madre dejó que Cathy viniera a la mía. Cathy se reunía con Madre y conmigo en la cocina, y a veces ella y Madre pasaban horas charlando sin mí. Ahora Cathy no le dice Hola a Madre, le dice Buenas Tardes o Buenos Días porque Madre le ha dicho que los niños nigerianos saludan así a los adultos. Además, no la llama Señora Eze, la llama Tía.

Ella cree que Madre es genial por muchas cosas. Por su manera de caminar. Majestuosa. O su manera de hablar. Melodiosa. (Madre ni siquiera se esfuerza en decir las cosas a la manera americana. Todavía dice palabras que sólo usan los ingleses, por el amor de Dios.)

O porque Madre me abrazara cuando me vino la regla. Qué gesto tan cariñoso. La madre de Cathy se limitó a decir oh, y salieron juntas a comprar compresas y bragas. Pero cuando Madre me abrazó, hace dos años, apretándome contra ella como si hubiera ganado una carrera importante, no me pareció para nada un gesto cariñoso. Quería apartarla, su olor era agrio como la sopa de onugbu.

Me dijo que era una gran bendición, que algún día traería niños al mundo, que tenía que cerrar bien las piernas para no avergonzarla. Yo sabía que luego ella llamaría a Nigeria y se lo contaría a mis tías y a Mama Nnukwu y entonces hablarían de los niños fuertes que algún día yo traería al mundo, del buen marido que encontraría.

* * *

Hoy viene Matt a casa, estamos haciendo un trabajo juntos para clase. Madre no ha parado de dar vueltas por la casa. En Nigeria, las niñas se hacen amigas de las niñas y los niños se hacen amigos de los niños. Entre una chica y un chico no puede haber sólo amistad. Hay algo más. Le explico a Madre que en América es diferente y ella dice que lo sabe. Pone un plato de chin-chin recién frito en la mesa del comedor donde trabajaremos Matt y yo. En cuanto sube las escaleras, me llevo el chin-chin a la cocina. Me imagino la cara de Matt cuando diga, ¿qué coño es eso? Madre reaparece y vuelve a poner el chin-chin. “Es para tu invitado,” dice.

Suena el teléfono y rezo para que esté ocupada largo rato. Luego suena el timbre y ahí está Matt, con su tachuela brillante en la oreja y una carpeta en la mano.

Matt y yo estudiamos un rato. Madre entra y cuando él le dice hola, ella se lo queda mirando fijamente, hace una pausa y luego dice “¿Cómo está usted?” Pregunta si ya casi estamos y lo dice en igbo. Antes de contestarle que sí, hago una pausa larga para que Matt no piense que la entiendo bien cuando habla en igbo. Madre sube las escaleras y cierra la puerta de su dormitorio.

“Vamos a tu habitación a escuchar música,” dice Matt, al cabo de un rato. “Tengo el cuarto muy desordenado,” digo yo, en lugar de “Mi madre nunca dejaría que un chico entrara en mi habitación”. “Vamos al sofá entonces. Estoy cansado.” Nos sentamos en el sofá y me mete mano bajo la camiseta. Le sujeto la mano. “Sólo por encima de la camiseta.”

“Venga,” dice él. Su respiración es tan urgente como su voz. Lo suelto y desliza la mano como una serpiente bajo mi camiseta, se cierra sobre un pecho enfundado en el sujetador de nailon. Luego, rápido, se abre camino hasta mi espalda y me desabrocha el sujetador. Matt es un crack, ni siquiera yo puedo desabrocharme el sujetador tan rápido con una sola mano. Su mano vuelve serpenteando hacia delante y se cierra sobre el pecho desnudo. Gimo, porque me gusta la sensación y sé que eso es lo que se espera de mí. En las películas, las mujeres siempre ponen cara de éxtasis más o menos a estas alturas.

Ahora se ha puesto frenético, como si tuviera fiebre, malaria. Me empuja hacia atrás, me levanta la camiseta hasta juntarla toda en torno a mi cuello, me quita el sujetador. Siento un frescor repentino en mi torso expuesto. Una humedad pegajosa y cálida en el pecho. Una vez leí un libro en el que un hombre chupaba tan fuerte el pecho de su mujer que no dejó nada para el bebé. Matt chupa como ese hombre.

Entonces oigo abrirse una puerta. Aparto la cabeza de Matt y me estiro la camiseta, no tardo ni un segundo. Mi sujetador, un blanco de espanto contra el sofá de cuero curtido, brilla ante mis ojos. Lo meto detrás del sofá justo cuando entra Madre.

“¿No es hora de que se vaya tu invitado?” pregunta en igbo.

Tengo miedo de mirar a Matt, tengo miedo de que tenga leche en los labios. “Ya está a punto de marcharse,” digo, en inglés. Madre sigue ahí de pie. Le digo a Matt, “Creo que es mejor que te vayas.” Él se pone de pie, recoge los papeles de la mesa. “Vale. Buenas noches.”

Madre está inmóvil, mirándonos a los dos.

“Te está hablando, Madre. Te ha dicho buenas noches.”

Ella asiente con la cabeza, cruza los brazos, mira fijamente. De pronto, suelta un chorro de palabras en igbo. ¿Estaba loca de dejar que un chico se quedara tanto rato? Y el sentido común, ¿dónde lo tenía? ¿Cuándo nos levantamos de la mesa del comedor para sentarnos en el sofá? ¿Por qué estábamos sentados tan juntos?

Matt se va hasta la puerta arrastrando los pies mientras ella habla. Lleva las bambas descordadas y se oye el batir de los cordones cuando camina. “Hasta luego,” dice desde la puerta.

Madre encuentra el sujetador detrás del sofá casi enseguida. Se queda mirándolo fijamente mucho rato antes de pedirme que me vaya a mi cuarto. Sube al cabo de un momento. Aprieta los labios con firmeza.

“Yipu efe gi,” dice. Quítate la ropa. La miro, sorprendida, pero me desvisto lentamente. “Todo,” dice cuando ve que aún tengo puestas las bragas. “Siéntate en la cama, abre las piernas.”

Siento el corazón en los oídos, latiendo desbocado. Me tiendo en la cama, las piernas abiertas. Se acerca, se arrodilla frente a mí, y veo lo que tiene en la mano. Ose Nsukka, los pimientos picantes secos y arrugados que nos envía Mama Nnukwu de Nigeria en pequeños frascos que eran originalmente de curry o tomillo. “¡Madre! ¡No!”

“¿Ves este pimiento?” pregunta. “¿Lo ves? Esto es lo que le hacen a las chicas promiscuas, esto es lo que le hacen a las chicas que usan el cerebro que tienen entre las piernas en lugar del que tienen en la cabeza.”

Me acerca tanto el pimiento que me hago pis ahí mismo. Siento el colchón mojado, cálido. Pero no me lo mete.

Ahora grita en igbo. La miro, cómo resplandecen sus ojos de carbón con las lágrimas, y yo quiero ser Cathy. La mamá de Cathy se disculpa después de castigarla, le pide que vaya a su cuarto, no la deja salir durante unas horas o, como máximo, un día.

Al día siguiente, Matt dice, riéndose, “Me dio un yuyu tu madre anoche. ¡Qué africana más loca!”

Tengo los labios demasiado tiesos para reír. Mientras hablamos, él está mirando a otra chica.
Traducción de Kira Bermúdez
El Peligro de Una Sola Historia - Chimamanda Ngozi Adichie